Las mujeres rescatan esta práctica de identidad cultural en medio de la violencia que azota al puerto. Así es un día buscando piangua en el manglar.
Como si fuera la capitana de un barco pesquero, Orfilia se pone de pie en la punta de la lancha y, con la imponencia que solo entrega conocer las aguas, señala el camino a seguir. Lleva unas botas negras de caucho, un pantalón ajustado y una camisa con mangas que la protegen del sol. Pero su trabajo no es dirigir la embarcación ni leer una carta de navegación, sino pianguar.
Desde que tiene siete años (ahora ronda los 50), Orfi, como le dicen de cariño, se ha dedicado a escarbar la tierra, el lodo y las raíces para encontrar pequeños moluscos que viven en los manglares de Buenaventura y son parte de la gastronomía del Pacífico. Todos los días, antes de las cinco de la mañana, está lista para empezar la jornada. Empaca un pedazo de pan en una bolsa y un café con leche en un frasco de vidrio para desayunar en el camino mientras el agua y el motor de la lancha le cantan un arrullo.
Aunque Orfi no lleva reloj en su muñeca, le basta con mirar al cielo para saber la hora exacta. “Ya son las ocho de la mañana, la marea está subiendo”, dice.
Ella reconoce cuando un día está bueno para trabajar y aprovecha las mareas bajas. Lo sabe porque su abuela fue la primera que le enseñó sobre la “puja y la quiebra”, como le dicen en el Pacífico a las variaciones del nivel del mar, pero sobre todo le dejó la herencia de ser una mujer pianguera. Hoy lo dice con orgullo, a pesar de que a veces duda que sus hijos sigan el mismo camino.
“Esto no es fácil. Uno lo hace porque ya se acostumbró. Las manos se hinchan, a veces se pudren. Traía a mis hijos para que ellos supieran cómo se hace, no para que lo hicieran, sino para que vieran que esto es duro”, explica mientras mete la mano enguantada en un lodazal del que salen varias pianguas.
Más allá de ser una fuente de ingresos, pianguar es una práctica de identidad cultural en el Pacífico, además de una forma de mantener y reconstruir el tejido social de las comunidades. Es una actividad principalmente ejercida por mujeres y ha significado la resistencia de las tradiciones y los saberes ancestrales.
Para meterse en el manglar hay que tener casi unas piernas de acero. Orfi construyó las suyas con la práctica y el tiempo, entonces no hay lodazal que la haga tambalear. Antes de meterse al mangle prepara un sahumerio para espantar toda clase de mosquito tropical y lamenta que no sirva para espantar al pez sapo, que se esconde en el agua y cada tanto le lanza picaduras dolorosas.
Orfi no entra sola al manglar. Siempre va con dos o tres mujeres más y cada tanto se gritan de un lado a otro para ubicarse. “Dígame”, “Cómo es”.
Mientras tanto ella busca raíz arriba y raíz abajo. Sobre las ramas y debajo de ellas. El objetivo es sacar buenas pianguas para luego arreglarlas en casa y venderlas en el mercado. Un día bueno puede dejar un poco más de $100.000. Pero a veces deja mucho más que el dinero. “Fue un día bueno porque quedamos con la vida, si uno queda con la vida, está bueno el día”, dice.
La Unión Europea en Colombia, a través del proyecto Apoyo a la Consolidación de la Paz en Colombia, ejecutado por el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ), está impulsando varias iniciativas que surgieron en el seno del espacio sociojurídico que instaló el Gobierno con las principales bandas criminales. En la iniciativa hay cuatro proyectos de impacto rápido, como las mujeres que se dedican a la extracción de piangua.
En el marco del proyecto, las 32 mujeres piangüeras recibieron lanchas para potenciar su trabajo. Además han pedido una caracterización de todas las piangüeras. “También necesitamos motor, canaletes, equipo de lluvia y congeladores”, afirman.
La jornada de Orfi y sus compañeras termina hacia el mediodía o cuando la marea empieza a subir tanto que el agua les llega a las rodillas. En ese momento saben que es hora de regresar con lo que se alcanzó a hacer.
Eligen un lugar del mar que tenga playa bajita. Se lanzan al agua, se desvisten y empiezan a lavar la ropa de trabajo curtida por el lodo. Cuando la ropa queda blanca de tanto estregar con la muñeca, se suben otra vez a la lancha y se quedan en silencio, mirando el mar y despidiendo el manglar.
*Esta pieza periodística hace parte de la iniciativa “Comunidades que Transforman” de El Espectador, el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ por su sigla en inglés) y la Embajada de la Unión Europea. Esta es una alianza para producir contenidos que narran los esfuerzos de las organizaciones comunitarias, las autoridades y el sector privado en la construcción de paz.
Comunidades que Transforman
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