A una casa en el barrio Lleras, las comunidades llevaron fotografías y objetos personales de sus seres queridos víctimas del conflicto armado para recordarlos. Desde allí, las familias piden justicia, verdad y reparación.
En el segundo piso de una casa en Buenaventura construyeron un cementerio. A simple vista no es un campo santo como los demás. No tiene muros grises, lápidas con leyendas, esculturas de ángeles ni cruces apuntando al cielo.
Este cementerio tiene lugar en una pequeña habitación que en realidad se siente inmensa porque alberga más de mil almas desaparecidas o asesinadas durante las épocas más cruentas del conflicto en el puerto. Ese espacio lleno de fotografías, plegarias y recuerdos se ha convertido en un símbolo de resistencia y esperanza para las familias que todavía esperan verdad, justicia y reparación para sus seres queridos que un día no regresaron.
Tres madres con tres velas en sus manos, cansadas de tanto caminar solas, decidieron hace 21 años crear un lugar seguro para recordar y visitar a sus desaparecidos. De la mano de la parroquia San Pedro, el padre Ricardo y la Fundación Espacios de Convivencia y Desarrollo Social (Fundescode) le dieron vida a una casa abandonada en el barrio Lleras, comuna 3 de Buenaventura, que antes había sido un bar, una chatarrería y hasta un burdel.
Al lugar lo bautizaron Capilla de la Memoria y desde entonces la comunidad encontró un espacio para llorar a sus muertos o lo que les quedó de ellos: una foto, sus canciones favoritas, sus juguetes de infancia o el último pocillo que tocaron en vida.
Para llegar a ese cementerio simbólico hay que subir por unas escaleras hasta el segundo piso de la casa, caminar por un pasillo estrecho y llegar hasta una sala pequeña pintada de un blanco impoluto. Al cruzar la puerta, reina el silencio y la sensación de que se está en un lugar sagrado.
Cientos de fotos de personas desaparecidas o asesinadas sonríen en sus fotografías viejas y manchadas, otros son solo una foto de carné. Cada uno guarda una inscripción debajo de su rostro: nombre y fecha de desaparición o muerte. Tal como en un cementerio tradicional, hay flores de todos los colores y tamaños, todas artificiales para que se conserven en el tiempo. Hay un pequeño altar con la Virgen de Guadalupe, una camándula gruesa, velas y velones, blancos y amarillos.
Sin embargo, hay una fotografía que resalta sobre todas las demás: es un hombre joven, con un traje perfectamente acomodado. Lleva el nombre de Domingo Arrechea Vente y es el sobrino desaparecido de doña Florencia desde hace más de 20 años. Cuando le preguntan cómo se siente, ella dice que está cansada. “Por buscarlo tanto, por caminar tanto, ya no tengo casi piernas. Ya todo el cuerpo me duele, la cabeza, ya no retengo”.
Ella caminaba por Buenaventura con una foto y una vela para encontrar a su sobrino Domingo. En ese ir y venir se encontró con otras mujeres que también buscaban a sus desaparecidos y que reclamaban un lugar para llorarlos. El padre Ricardo les dio un espacio en el sagrario para que colocaran esas fotos, esos recuerdos que tenían de sus personas y aliviar su dolor, pero con el tiempo necesitaron un espacio más propio.
“Esta casa era un punto de paz para las comunidades. Aquí en el barrio se vivió mucho el tema de las guerrillas y del paramilitarismo. También el tema del contrabando y empezó a haber mucha desaparición y asesinato. Las madres no sabían a dónde acudir y entonces pensaron en acudir a la Iglesia. Era como el punto más seguro que tenía la comunidad junto con el sacerdote Ricardo. Pero las comunidades querían un espacio propio y por eso se creó esta casa que ha sido un espacio protector”, explicó María Isabel Quintero, profesional psicosocial de la Corporación Paz y Memoria.
En el centro de ese inusual cementerio hay una canoa en la que navegan los recuerdos de los seres queridos. La gran mayoría de los desaparecidos en Buenaventura han sido pescadores, por eso en la Capilla decidieron recrear una canoa en tamaño real para que las familias depositaran en ella los objetos personales de sus desaparecidos.
En esa canoa hay un acetato de Óscar D’ León con el disco de Toitico tuyo. No se alcanza a ver el año de grabación por el desgaste del uso y del tiempo, era la música que le gustaba escuchar a uno de los desaparecidos. También hay una olla pequeña de peltre, en ella almorzaba uno de los pescadores que desaparecieron en la época del conflicto. En la punta de la canoa hay unas botas de caucho, un vaso de cristal, un pintalabios, una pulsera, un carrito de juguete rojo, una atarraya y una foto de un paseo al mar. Todos los objetos son de personas desaparecidas que su familia depositó en la canoa para traerlos a la memoria.
“A veces hay personas que no tienen fotos, que lo han perdido todo, pero se acuerdan del último utensilio que tocó la persona, entonces lo quieren traer porque es una forma de conectar”, explica Ángela Sinisterra, profesional en Trabajo Social de la Corporación Memoria y Paz, mientras señala algunas camisetas de equipos de fútbol perfectamente guardadas en bolsas de plástico para que conserven el tejido y sus colores.
La capilla no solo alberga fotografías y elementos personales, sino que también es un lugar para hablar y expresarse. La canoa también tiene algunas cartas escritas a mano para despedirse en paz. “En otra vida nos veremos para ser felices de nuevo”, se lee.
“En la Capilla también celebran los cumpleaños de su familiar y le cuenta su día a día. Le dicen: “Ay, papi o mami, ayúdame a encontrarlo, ¿usted dónde está?”, piden en esas plegarias para que en realidad puedan tener paz. El tema espiritual ha sido fundamental y a veces para la institucionalidad es muy difícil comprender la importancia de esas prácticas. Incluso también por medio de la medicina ancestral, todos los ritos que tenemos, permiten hacer esa conexión entre la vida y la muerte y poder buscar algunos lugares que han sido de disposición de cuerpos”, detalla Ángela.
El territorio vive la violencia a raíz de las bandas urbanas que controlan parte del puerto y siguen azotando a las comunidades, a pesar de que el gobierno de Gustavo Petro instaló un espacio de diálogo con los principales grupos criminales como los Shottas y Espartanos. Sin embargo, esa guerra se sigue librando a muerte en Buenaventura.
“Todavía nos hacemos la pregunta de ¿cómo vamos a hacer para que el territorio sea completamente nuestro y que no albergue más actores armados? Seguimos viviendo situaciones de violencia y para que eso se acabe lo importante es que los espacios controlados por los actores sean cubiertos por el Estado. Ahora lo que necesitamos es que nos puedan dar respuesta de dónde están los desaparecidos y que al menos hagan un acto de reparación y de verdad para decir lo que pasó. Son más de 1.356 personas que han desaparecido en el territorio, no solo en el marco del conflicto armado, sino también en el marco de la violencia”, apunta Isabel.
La desaparición forzada en Buenaventura: de mito a realidad
Toda la historia de violencia en el puerto dejó una estela de prácticas de terror como las barreras invisibles, el reclutamiento forzado, las casas de pique, que seguirían vigentes en el territorio, y sobre todo un fenómeno que dejó huella profunda: la desaparición forzada.
Ángela Sinisterra, quien además acompaña todo el proceso del colectivo Capilla de la Memoria, cuenta que en Buenaventura no se hablaba de desaparición forzada, pues cuando se comenzaron a registrar los primeros casos, las comunidades trataban de atar el fenómeno a la razón o a algo superior para evadir el dolor.
“Las personas pensaban que cuando alguien desaparecía era porque había migrado en búsqueda de mejores oportunidades a otros países, pero luego se dieron cuenta de que realmente esa persona no estaba en otro país. Ahí comienza una forma de preguntarse ¿dónde está? Si no está en otro país, ¿dónde se supone que está?”, explica Ángela.
Cuando no podían resolver la pregunta atendiendo a la razón, entonces las comunidades explicaban la ausencia a partir de cuentos, fábulas, mitos o leyendas. Cuando una persona cercana desaparecía, entonces señalaban que la tunda, la madre agua o la madre tierra se lo había llevado y que para poder recuperarlo había que llamar al padrino o madrina de bautizo, pues era la única persona que podía rescatarlo del monte o de las aguas.
En las comunidades no se hablaba de desaparición forzada porque, de cierta manera, también era una estrategia para no enfrentar el dolor de saber que alguien está faltando, sino tener la esperanza de que la familia podía rescatar al ser querido que dejó de estar. Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo, las comunidades notaron que sus parientes no regresaban de la desaparición y cada vez eran más casos, lo que los hizo pensar en que no se trataba solo de un asunto de la madre agua o de un tema de migración a otro país.
“Cuando empezaron a desaparecer muchas personas, entonces las comunidades decían que no podía ser obra de la madre agua, la madre monte o la tunda. Esa búsqueda intensiva fue lo que permitió también descubrir todo el tema de las casas de pique y las prácticas que han utilizado los grupos armados para desaparecer la evidencia de los cuerpos en el marco del conflicto”, explica Ángela.
Un espacio para rescatar la memoria y la resistencia
Uno de los objetivos de la Capilla de la Memoria es precisamente acompañar a las familias desde lo emocional, lo jurídico y lo psicosocial de manera que se pueda mitigar el daño o los efectos negativos de la violencia perpetrada por los grupos armados en contra de las comunidades y el territorio.
Después de visitar el cementerio, hay un recorrido que atraviesa el calvario que ha tenido que vivir históricamente Buenaventura a raíz del conflicto y el régimen de terror que instalaron los grupos armados. En el primer piso de la casa, las comunidades decidieron plasmar la violencia como un acto de resistencia y memoria, para que el olvido no permita que los horrores se repitan.
“La memoria es la presencia de lo ausente”, es una de las primeras frases que le dan la bienvenida a los visitantes a la casa. Por eso, más allá de representar dolor, el espacio que hoy está dirigido por la Corporación Memoria y Paz simboliza un entorno protector para la comunidad del barrio Lleras y para todo aquel que quiera acercarse con sus recuerdos.
El salón Mamá Cuama recoge una galería de los momentos claves para entender la forma como el conflicto armado golpeó a Buenaventura. Le pusieron ese nombre en honor a una de las grandes lideresas del territorio.
La galería de la resistencia, como ellos le llaman, fue construida a partir del informe del Centro Nacional de Memoria Histórica, “Buenaventura: un puerto sin comunidad”. Con el tiempo, las comunidades pidieron traducir el informe en pinturas, murales y dibujos debido a su cultura de tradición oral y sensorial. Por eso, en la casa se pintó una galería dividida en cuatro momentos.
Más allá de la violencia, a través del arte las comunidades también quisieron plasmar la vida en Buenaventura, por lo que la galería inicia con un amanecer y termina con un atardecer, en representación a un día en el Pacífico, “donde pueden pasar muchas cosas, pero al final de la jornada persiste la esperanza y la belleza en el territorio”, dice Isabel.
La primera galería se llama “Ríos de vida y de sangre”, en ella se cuenta la historia de por lo menos 26 masacres que se vivieron en Buenaventura desde principios de los años 2000, la mayoría de ellas fueron cometidas por actores armados en zonas rurales.
En el territorio hubo guerrillas y grupos paramilitares que se disputaron el control del puerto debido a su posición estratégica para la entrada y salida de economías ilegales.
Uno de los hechos violentos que más recuerda la comunidad es la masacre de los 12 de Punta del Este, cuando un hombre se llevó a doce muchachos con la falsa promesa de jugar un partido de fútbol para ser seleccionados en un equipo profesional y luego los asesinó. Para retratar ese trágico momento en la memoria, las madres no querían que fueran plasmados como personas muertas, porque para ellas sus hijos seguían vivos en el territorio. Lo que hicieron fue representarlos como gaviotas, unos pájaros libres.
Esos sucesos marcan un punto de inflexión en la historia del puerto, pues las comunidades empezaron a desplazarse hacia el casco urbano, cambiando sus dinámicas de vida.
“Los ríos empiezan a ser de sangre porque se convierten en un lugar de disposición de cuerpos. Con todo ese fenómeno se produce entonces el confinamiento en la ciudad. Lo que se vivió en la zona rural desplazó a las comunidades a las zonas urbanas y comenzaron a albergarse en las periferias, en terrenos ganados al mar, pero esos lugares también fueron un foco de violencia por la entrada de grupos armados”, explica Isabel.
Este fenómeno fue tan sistemático que la Jurisdicción Especial para la Paz ordenó medidas cautelares sobre el estero San Antonio, donde la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas realizó un trabajo de investigación y búsqueda para encontrar a los desaparecidos en el agua.
Un arrullo para sanar
Para salir de la Capilla de la Memoria hay que cantar un arrullo. La voz de Ángela se une a las palmas para entonar un canto de cuna que les quita el llanto a los recién nacidos. Por eso invita a cantar antes de salir, es una forma de quitarse de encima la tristeza.
“Abuela Santana, ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se le ha perdido. Abuela Santana, ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se le ha perdido. Oí, oa, san Antonio ya se va. Oí, oa, dan Antonio ya se va”.
“Lo que nosotros queremos decir es que si en Buenaventura nos vamos todos, estamos haciendo que los actores armados ganen la batalla de lo que siempre han querido y es quedarse con el territorio. Lo que necesitamos es generar conciencia de seguir resistiendo, aunque es muy doloroso, a veces muy difícil, pero hay que seguir trabajando porque es la Buenaventura que nos merecemos todos”, explican Ángela e Isabel.
Antes de cerrar la puerta, el mensaje es contundente. La violencia, el llanto y la tristeza en Buenaventura están acompañadas de resistencia y fuerza que se traducen en cantos y arrullos de una lucha incansable de madres, mujeres y abuelas que llevan a la comunidad en sus espaldas.
*Esta pieza periodística hace parte de la iniciativa “Comunidades que Transforman” de El Espectador, el Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ por su sigla en inglés) y la Embajada de la Unión Europea. Esta es una alianza para producir contenidos que narran los esfuerzos de las organizaciones comunitarias, las autoridades y el sector privado en la construcción de paz.
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